Por Rodrigo Muñoz Sánchez

En 1962, Jane Goodall llegó a Cambridge y se presentó ante los más reconocidos etólogos de su época, todos hombres, a decir que los chimpancés tenían personalidades y emociones, y solo recibió sonrisas condescendientes. Sin embargo, durante un año ella se había ganado la confianza y había observado a los chimpancés del Parque Nacional de Gombe, en Tanzania, que era parte de la gran franja de selva tropical ecuatorial de África.
Hoy la etología es de las disciplinas con menor brecha de género y la ciencia reconoce que los animales no son autómatas sin pensamiento. Sin embargo, Gombe ya es solo es una isla verde rodeada de tierra yerma, y apenas se prohibió la experimentación con chimpancés en 2015. ¿Cómo mantener la esperanza de que las cosas van a mejorar en este mundo? Jane Goodall, después de estudiar a los primates y de luchar por el fin de su tráfico, reconoció que su misión era viajar por el mundo dando cientos de conferencias al año para esparcir las razones que le daban esperanza.
¿Cómo responder ante esa ansiedad sobrecogedora y paralizante, cómo cambiar el mundo cuando las acciones individuales son eclipsadas ante el poder corporativo y gubernamental? Los psicólogos han observado que el mejor antídoto es la acción, para colectivizar la acción individual e incidir efectivamente, y para lograr una congruencia en el pensar y el actuar, como postula György Lukács: “la conciencia y el sentido de responsabilidad del individuo se confrontan con el postulado de que debe actuar como si el destino dependiera de su acción o inacción.”
El motor principal de esta acción colectiva es la esperanza, que nos permite salir adelante en la adversidad, y que genera optimismo para creer en resultados positivos. Para Goodall, la esperanza no era algo pasivo que esperar (“creo que va a salir bien”), sino un eje de determinación orientado a la acción (“creo que puedo”, “lo voy a intentar”) y que ese pensamiento esperanzador nos motiva a establecer objetivos, trayectorias, y lograr agencia para incidir en lo que nos importa. Esa mentalidad incremental es fundamental para llamar a la acción y decir “no he hecho esto, aún.”
Existen cuatro elementos que llenaban a Goodall de esperanza en el futuro. El primero es la increíble inteligencia humana que nos permite encontrar soluciones, que no necesariamente tienen que ser tecnológicas, sino que pueden ser orientadas a diferentes formar de vivir y prosperar. Otro factor es la resiliencia de la naturaleza, ya que es sorprendente la capacidad de adaptarse de la vida y su tenacidad, puesto que la vida ha sobrevivido a todas las extinciones masivas y se ha recuperado la biodiversidad en cada ocasión. Está además la determinación y energía de la juventud, que no se quedan de brazos cruzados a ver qué pasa y se organizan colectivamente para decir “Juntos podemos, juntos podremos” a través del activismo. Los principios de las juventudes además se cristalizan con la renovación de las posiciones de poder y un cambio en la mentalidad de una prosperidad que depende del petróleo a una abundancia basada en los servicios y los cuidados. Por último, Jane Goodall nos llamaba a tener esperanza en el indómito espíritu humano, ese espíritu de lucha y de perseverancia, ya que nunca las sociedades son vencidas sin antes haberlo intentado y haremos lo posible para intentar resolver la situación.
Vale la pena luchar por la belleza y el asombro de Gaia, y personas como Jane Goodall han sido y serán un faro de esperanza para guiarnos al construir colectivamente nuevas realidades que sean más justas y armoniosas.
Rodrigo Muñoz es Ingeniero Civil y doctorante en Ciencias de la Tierra por parte de la UNAM. Es profesor en la Facultad de Ingeniería en la UNAM, cofundador de una empresa de proyectos de energía fotovoltaica, ha participado en reportes para la UNESCO y BRICS, y ha sido consultor en el Senado en política ambiental. Trabaja con temas de energía e impactos del cambio climático.